martes, 4 de diciembre de 2012

Calidad



Bienvenida acreditación: a propósito de la universidad, la calidad y su simulacro



Comenzaremos estas líneas con una panorámica publicitaria, tomada de las páginas oficiales de algunas universidades chilenas: Andrés Bello: “una universidad que ofrece, a quienes aspiran a progresar, una experiencia educacional integradora y de excelencia”; Católica: “una institución que integrará la excelencia académica y una formación inspirada en la doctrina cristiana”; de Chile: “una institución de educación superior de carácter nacional y pública, que asume con compromiso y vocación de excelencia la formación de personas”; Adolfo Ibáñez: “somos el único partner del CFA Institute Chile... que establece los más altos estándares éticos, educacionales y de excelencia profesional”; Diego Portales: “Consciente de los grandes desafíos en el ámbito de la educación y la excelencia”; San Sebastián: “Entré a estudiar a la Universidad San Sebastián porque es conocida, con académicos de excelencia”; Desarrollo: “no sólo está preocupada por formar profesionales de excelencia, sino también por el desarrollo integral de sus estudiantes” (mención aparte es su referencia a “Cifras de excelencia”); de Concepción: “Con este proyecto [casino] la Universidad potencia su capacidad competitiva al combinar la excelencia de su educación con el importante apoyo a la excelencia en los servicios entregados a los estudiantes”. 

Excelencia, esa es la palabra mágica o la consigna, como señaló hace un tiempo el crítico Bill Readings, que también emplean las universidades en Chile, con el fin de referir la “calidad” de lo que ofrecen, una calidad que va desde la docencia y la investigación, a los casinos, estacionamientos y cifras, pues la excelencia, como la calidad, constituyen hoy el centro de la gravitación universitaria, la estrategia discursiva mediante la cual se busca conquistar el deseo de quienes pretenden ingresar a la universidad… después de todo, ¿quién podría estar contra la excelencia o la calidad, qué universidad que se precie de tal se restaría a entregarlas?  Si hasta las universidades Pedro de Valdivia y del Mar afirmaron tener un “firme compromiso con la excelencia” y “el mejoramiento continuo”, mientras la Comisión Nacional de Acreditación se presenta como un organismo “reconocido nacional e internacionalmente por la excelencia y transparencia del servicio que presta a la sociedad”. Vaya servicio…

No es difícil percibir que excelencia y calidad son términos que las universidades manejan arbitrariamente y para referir cosas muy distintas, sin embargo, pueden ser homogenizadas en una misma y comprensible lengua (neoliberal), sin tener la necesidad de definir la cualidad o las características que hacen excelente o de calidad a una carrera, a sus docentes o al casino donde comen sus estudiantes. Es más, si revisamos sus páginas webs, ni los institutos, ni las universidades, ni la CNA, ni las agencias acreditadoras se arriesgan siquiera con una mínima definición, como tampoco lo hace, por cierto, la Ley 20.129, aquella que le permitió a Ricardo Lagos establecer un Sistema Nacional de Aseguramiento de la Calidad de la Educación Superior, dado que ningún artículo indica cómo se entenderá aquello que precisamente se pretende asegurar. Mención aparte debe hacerse al hecho de que se pretenda acreditar universidades y programas que, como indica la mencionada ley, cumplan “al menos” (artículo 16) o como “mínimo” (artículo 28) con determinados requisitos. Siguiendo con estas sintomáticas obliteraciones, María José Lamaitre, la persona que instaló en Chile el actual sistema de acreditación, tampoco se presta para dar una definición, pues en este punto parece que todo el mundo se ha puesto de acuerdo. En un texto sobre redes de agencias aseguradoras, Lamaitre (2004) rechaza (acertadamente, por cierto) un intento intuitivo, que dice: “no me pidan que explique lo que es calidad, mas puedo asegurarles que la reconozco cuando la veo”. Pero frente a la necesidad real de indicar qué es la calidad, nuestra “experta” nos señala que la respuesta se encuentra en los mecanismos de su aseguramiento, cuestión que le permite librarse de reconocer que tampoco sabe cómo diablos definir calidad, pues una cosa es velar por mantenerla y otra es saber concretamente qué es lo que se debe mantener o asegurar.

Tal evasión es posible porque tanto excelencia como calidad son conceptos vacíos, sin referencia externa, sin contenidos, pero que se han venido presentando como si fueran el resultado de un proceso riguroso y objetivo de certificación. Y a ello no se responde con la perfección de la hoy desprestigiada Comisión Nacional de Acreditación, ni siquiera con el fin del lucro. Eso lo saben muy bien los lingüistas del management, que la entienden como “una característica intrínseca que acompaña al modo de gestionar la elaboración de un producto o a la prestación de un servicio por parte de una organización”. Para el mundo empresarial, que opera con menos eufemismos que el educacional, la calidad no se encuentra en la cosa en sí, sino en su administración, en el proceso de su gestión, cuya meta es alcanzar la satisfacción del cliente, perdón, del estudiante. En cuanto al “aseguramiento de calidad”, un experto señala lo siguiente: “Desde la década de los ochenta hasta la actualidad, los trabajos desarrollados por autores como Deming, Juran o Ishikawa [los tres principales expertos en calidad] han posibilitado la creación de la nueva cultura empresarial. La aparición del concepto ‘aseguramiento de calidad’ pretende dar confianza a los clientes respecto al producto final y a la manera en que éste ha sido elaborado” (Álvarez, Introducción a la calidad 4).

En otras palabras, el aseguramiento de la calidad es el aseguramiento de la soberanía del consumidor, dado que la finalidad de la acreditación no es otra que velar por el cumplimiento de la satisfacción del cliente, y develar los engaños que puedan impedirla. El aseguramiento, por tanto, es un rodeo que se da para no referir directamente la palabra control y seguir actuando como si la educación fuera algo distinto a un producto de consumo; desde que la educación fue transformada, gracias a la estrategia del capital humano, en una inversión por la Ley General de Universidades de 1981, es literalmente un producto. Que hoy los expertos hablen de stock de capital humano así nos lo indica, pues no somos más que un número promediable, al igual que el stock de computadoras o de iPad que produce Mac. De ahí que para la CNA “La acreditación de carreras y programas certifica la calidad en función de sus propósitos declarados [de la institución o programa] y de los criterios establecidos por las respectivas comunidades académicas y profesionales”. Resalto en función de, pues ello nos permite comprender que el aseguramiento de la calidad se encarga finalmente de afirmar (o negar) que lo que se le ofreció al estudiante-cliente se cumpla. De ello da cuenta el artículo 15 de la ley 20.129, cuando en un lenguaje toyotista, afirma que “los procesos de acreditación Institucional… tendrán por objeto evaluar el cumplimiento de su proyecto institucional y verificar la existencia de mecanismos eficaces de autorregulación y de aseguramiento de la calidad al interior de las instituciones de educación superior, y propender al fortalecimiento de su capacidad de autorregulación y al mejoramiento continuo de su calidad”. Esto es lo mismo que hacen las empresas postfordistas, sin ninguna, pero ninguna diferencia, de manera que asustarse o enojarse porque Sebastián Piñera –que hizo su tesis doctoral en Capital Humano– señale que la educación es un bien de consumo, o porque Matko Koljatic, el nuevo presidente de la CNA, confirme que “las universidades sí son empresas”, es no percatarse que la universidad dejó de tener un fin social, es más, es no percibir el fin mismo de lo social; es, a fin de cuentas, no comprender la profundidad de la crisis universitaria y reemplazar una necesaria crítica efectiva, materialista, por una incomodidad moral.

En su Introducción a la calidad, Ignacio Álvarez señala que la “Calidad representa un proceso de mejora continua, en el cual todas las áreas de la empresa buscan satisfacer las necesidades del cliente o anticiparse a ellas, participando activamente en el desarrollo de productos o en la prestación de servicios”. Para poder responder a la calidad que aquí se persigue, la valoración es un requisito fundamental, y es ella la que ha producido la actual fiebre evaluativa que invade a las universidades, donde los estudiantes-clientes también deben ser parte del mejoramiento del producto (i.e. educación) que están comprando o en el que, en sentido estricto, están invirtiendo.   

En vista de lo anterior, no nos queda sino reconocer una obviedad, que las universidades del Mar y Pedro de Valdivia son los chivos expiatorios de un sistema que ha hecho de los estudiantes meros inversores, y esto desde la dictadura en adelante y para TODAS las universidades, sin excepción, dado que el problema de fondo no es solo la corrupción o el lucro, pues aunque estas infracciones no hubiesen acontecido, la universidad, tal como la conocieron nuestros abuelos, está completamente arruinada, si es que no ha desaparecido ya del todo, porque hoy la educación no está al servicio del saber, ni de lo social, sino del mercado y de la economía general, y por ahora también de los bancos, pero incluso si estos son retirados del ámbito educativo (o si se acaba con el lucro), ello no será óbice para continuar con la perfección de un modelo que decimos rechazar, porque no se trata de un modelo que nos es externo, no es algo que podamos criticar con distancia ni acabar con marchas; el modelo lo tenemos incorporado, pues la potencia y la peligrosidad del neoliberalismo no radica solo en la generación de un seductor mercado, sino en la producción de una subjetividad acorde: la del emprendimiento, la venta de nosotros mismos. La contienda universitaria es más feroz de lo que pensamos.

Prueba de ello es que las universidades se han convertido en verdaderas empresas reproductoras de capital humano (subjetividades emprendedoras), y el saber que transmiten se ha reducido a la venta de las competencias necesarias para enfrentar los vaivenes del mercado. La universidad se ha descualificado radicalmente, y se ha volcado de lleno a la producción de capital en desmedro del pensamiento. De ahí también la necesidad de reducir las carreras y flexibilizar las mallas, pues el conocimiento ya no es lo central de la enseñanza. Dos ejemplos: 1) el Crédito con Aval de Estado tuvo siempre por meta aumentar la capacidad de pago de los sectores más pobres, eufemismo que encubre el hecho de que el desarrollo del capital requiere más consumidores que ciudadanos. Y para ello los bancos necesitan carreras más cortas y alumnos que se titulen pronto, como mostró espléndidamente una conocida investigación de CIPER sobre el CAE; 2) actualmente existen 10 agencias acreditadoras, entre las que se cuentan Acredita CI, del Colegio de Ingenieros (que también “se caracteriza por la excelencia”, según su página web); Akredita, de los ex rectores Luis Riveros (U. de Chile) y Manfred Max-Neef (U. Austral); Qualitas, de la Universidad Católica y el DUOC; AADSA, del Colegio de Arquitectos; Apice, vinculada al Colegio Médico; Agencia Acreditadora de Chile, dirigida por Álvaro Vial, ex rector de la U. Fines Terrae. Como vemos,  el negocio de la acreditación sale de las mismas universidades (públicas y privadas) y se estructura en un círculo cerrado, cuestión que debiera preocupar tanto o más que el lucro, pues este podrá sancionarse, limitarse o anularse, pero la universidad de la calidad continuará produciendo consumidores y no estudiantes, haciendo de la deuda y el crédito literalmente una pedagogía.

Agrego otro punto para dramatizar todavía más la situación: al igual que la mayoría de las universidades privadas (a cuya saga van las universidades públicas), estas agencias cuentan con un exiguo personal de planta, el estrictamente necesario para operar, pues los pares evaluadores, que son quienes realizan en terreno las correspondientes evaluaciones, son contratados a honorarios, lo que permite aumentar, así sea por un mes, sus ingresos. Pero para que continúen siendo llamados o contratados, deben hacer evaluaciones positivas, dado que las agencias no se arriesgan con aquellos evaluadores “problemáticos”. Así lo declaró anónimamente un evaluador a El Mercurio, este domingo 02 de diciembre (recordemos que las instituciones evaluadas pueden vetar a un par que no les satisfaga). A ello habría que agregar que en el pequeño mundo académico nacional, gran parte de los pares conocen en diverso grado a los colegas que están evaluando, para bien y para mal (lo mismo se da en casos como FONDECYT, por ejemplo, pero ese es otro cuento), cuestión, por cierto, que no va en mejora de la calidad.

Lo insólito de este vicioso sistema evaluativo es que también se da en el sistema de educación superior (CFT, institutos y universidades), dado que, para mantener sus cursos, es necesario que los profesores a honorarios sean bien evaluados, por lo que tiende a producirse un extraño fenómeno: las evaluaciones del profesor se corresponden con las de sus estudiantes. Por supuesto que estoy exagerando, pero no demasiado: las universidades privadas promedian más de un 80% de profesores taxi, y algunas del retail, como La República, tienen casi un 95% de su planta docente flexibilizada. En cuanto a las universidades pertenecientes al Consejo de Rectores, estas promediaron para el 2011 una cifra bastante alta, un 46% de profesores hora, aunque esta aumenta al 53% cuando consideramos no solo la docencia, sino también las especialidades médicas u odontológicas, así como los trabajos profesionales y técnicos. La situación es preocupante, porque se trata de una forma laboral que aumenta, y no de manera lenta (pues la recomienda la OCDE). Es más, en universidades del Cruch encontramos algunas que tienen más de un 60% de profesores hora, como la USACH, cifra, por cierto, similar a los contratos de planta de la Universidad Central, aquí la mejor posicionada de las privadas. Y si consideramos a los institutos profesionales y centros de formación técnica, los resultados son todavía más preocupantes, aunque representan un porcentaje bastante menor del universo docente, dado que es la universidad la que concentra el 71% del trabajo académico total. Pero en conjunto, alrededor del 70% de los profesores de la educación superior en Chile son docentes que realizan un trabajo flexibilizado, precario y que posiblemente, en un porcentaje no menor, se trate además de un trabajo informal, dado que carecen de protección social. A ello habría que agregar que estos porcentajes ocultan las condiciones materiales sobre las que se desarrolla el trabajo docente. En primer lugar, no dan cuenta del llamado profesor full-time, aquel o aquella que realiza tantos cursos como le sea posible, y por lo general en distintas universidades, con tal de “armar” el equivalente a un salario de jornada completa, ya sea por cuatro, cinco o seis meses, pues el pago depende de la forma en que las universidades determinen la duración de un semestre o de su semestre. Y su CV participa obviamente de todas las acreditaciones a las que se sometan sus distintos lugares de trabajo. No obstante este escenario, que no es para nada nuevo, sería un equívoco culpar únicamente a las universidades y sus unidades, pues se trata de un modelo de gestión o de gubernamentalidad, que ha liquidado lo social, subsumiéndolo en un mercado totalizante del cual todos diferencialmente participamos, querámoslo o no.

La pregunta que surge entonces es cómo hablar de calidad, cuando la consideración de la docencia ha llegado a estos niveles, cuando un profesor no tiene tiempo para preparar sus cursos, cuando no tiene salud, cuando atraviesa la ciudad de una clase a otra, de una universidad a otra, y entra obligadamente en el juego febril de las evaluaciones. La docencia es el terreno más delicado de la tan manoseada calidad, pero las actuales condiciones universitarias, que han hecho suya la gestión propia del New Public Management, no permiten cambios cualitativos efectivos y terminan acentuando precisamente aquello que se combate: la descualificación, la mediocridad. La acreditación, por ejemplo, tiene como uno de sus principales indicadores el número de titulaciones y egresos, por lo que una universidad o un programa que tenga un alto porcentaje de reprobaciones o de largos tiempos de tesis (como ocurre, sobre todo, a nivel de postgrado), no será bien evaluada, ni podrá, consiguientemente, recibir estudiantes becados o con créditos avalados estatalmente, traspasando así la responsabilidad de los estudiantes a los docentes y directivos. Para qué hablar del tiempo que se debe gastar en la acreditación, realizándose actividades completamente alejadas del conocimiento y su circulación.

De manera que la fiebre de la evaluación, de una evaluación propia de empresas como Toyota o Xerox, es una de las peores estrategias para una universidad que todavía se preocupa o dice preocuparse por el saber, la crítica, la libertad, la apertura a lo desconocido, etc., aún más cuando se la aplica de manera acrítica, y se cuenta con autoridades que dicen poco o nada sobre ella y se someten además voluntariamente a su dominio, buscando cínicamente el logo que podrán lucir en la próxima captura de estudiantes.

Frente a la actual crisis de la CNA, el ministro Harald Beyer señaló que lo principal es “restablecer, a partir de este momento, la fe pública en el proceso de acreditación”, mientras el nuevo director, Matko Koljatic dijo ser “un firme creyente en la idea del aseguramiento de la calidad en las actividades universitarias y educacionales”. Pero no solo desde el gobierno se acata lo que podemos llamar la tiranía de la calidad; Juan Manuel Zolezzi, rector de la USACH y vicepresidente del Cruch, señaló hace poco a La tercera, que “lo más urgente es nombrar al presidente de la CNA y que se haga cargo de ordenar y seguir funcionando, porque hay programas a los que se les va venciendo la acreditación e instituciones que necesitan acreditarse”. Al parecer, los más conveniente es seguir la corriente…

Como conclusión, tomo una idea de miguel urrutia, para señalar que el actual sistema de educación superior es un completo simulacro, donde los profesores hacen como que enseñan y los estudiantes hacen como que aprenden, pero nadie enseña y nadie aprende. Tal simulacro es el que se viene acreditando y se seguirá acreditando, pues el empleo sin ningún reparo alguno de términos como calidad, excelencia, capital humano, emprendimiento e incluso equidad, pues hacia ella apuntaba la ley 20.129, profundizan la instalación de una universidad que ya no responde al desarrollo humano, sino única y exclusivamente al mercado. Ello indica que el problema no es solo el lucro ni la corrupción (éstos serían más bien vicios), sino la instauración de un modelo que dista de estar en ruinas, dado que lo continuamos alimentando sin darnos cuenta. Es un modelo de “gestión universitaria” que sin asco hemos venido tolerando y del cual nadie se salva, ni estudiantes, ni rectores, ni académicos, todos víctimas y cómplices, como señaló hace poco Nibaldo Mosciatti. Así que, insisto nuevamente, quién puede negarse a la calidad... una crítica efectiva debe partir por rechazar las actuales formas de gestión y su gramática, no solo el lucro y la corrupción. Pero como dijo el Rector de la Universidad del Desarrollo hace unos días a El Mercurio, “Yo haría un llamado a la responsabilidad, porque aquí puede salir dañado el sistema”.

Santiago, diciembre 05 de 2012

Referencias


  • Álvarez, Ignacio. Introducción a la calidad. Vigo: Ideaspropias Editorial, 2006.
  • Lemaitre, María José. “Redes de Agencias de Aseguramiento de la calidad de la educación superior a nivel internacional”. Revista Iberoamericana de Educación 45 (2004): 73-87.
  • raúl rodríguez freire. “Notas sobre la inteligencia precaria (o sobre aquello que los neoliberales llaman capital humano)”. Andrés Maximiliano Tello y raúl rodríguez freire, eds. Descampado. Ensayos sobre las contiendas universitarias. Santiago: Editorial Sangría, 2012. 99-153.


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