Literatura y an-arquía. A
propósito de Anarchivismo. Tecnologías políticas del archivo, de
Andrés Maximiliano Tello
raúl rodríguez freire
1. En “Notas
breves sobre el arte y modo de ordenar libros”, incluido en Pensar/clasificar, George Perec escribe: “Un amigo mío concibió
un día el proyecto de limitar su biblioteca a 361 obras. La idea era la
siguiente: tras alcanzar, a partir de cierta cantidad n de obras, por adición o
sustracción, el numero K = 361, que presuntamente correspondería a una
biblioteca, si no ideal, al menos suficiente, obligarse a no adquirir de modo
duradero una nueva obra X, sino tras haber eliminado (por donación,
eliminación, venta o cualquier otro medio apropiado) una antigua obra Z, de
modo que el número total de obras K permanezca constante e igual a 361: K + X
> 361 > K – Z. La evolución de este seductor proyecto tropezó con
obstáculos previsibles para los cuales se hallaron las soluciones del caso:
ante todo se consideró que un volumen –digamos de La Pleiade– valía por un (1)
libro aunque contuviera tres (3) novelas (o compilaciones de poemas, ensayos,
etcétera); de ello se dedujo que tres (3) o cuatro (4) 0 n (n) novelas del
mismo autor valían (implícitamente) por un (1) volumen de dicho autor, como
fragmentos aun no compilados pero ineluctablemente compilables de sus Obras
completas. A partir de ello se consideró que tal novela recientemente adquirida
de tal novelista de lengua inglesa de la segunda mitad del siglo XIX no se
computaría, lógicamente, como una nueva obra X sino como una obra Z
perteneciente a una serie en vías de constitución: el conjunto T de todas las
obras escritas por dicho novelista (¡y vaya si las hay!). Ello no alteraba en
nada el proyecto inicial: simplemente, en lugar de hablar de 361 obras, se
decidió que la biblioteca suficiente se debía componer idealmente de 361
autores, ya hubieran escrito un pequeño opúsculo o páginas como para llenar un
camión. Esta modificación resultó ser eficaz durante varios años: pero pronto
se reveló que ciertas obras –por ejemplo, las novelas de caballería– no tenían
autor o tenían varios, y que ciertos autores –por ejemplo, los dadaístas– no se
podían aislar unos de otros sin perder automáticamente del ochenta al ochenta y
seis por ciento de aquello que les confería interés: se llego así a la idea de
una biblioteca limitada a 361 temas –el término es vago pero los grupos que
abarca también lo son, en ocasiones– y este límite ha funcionado rigurosamente
hasta hoy. Por ende, uno de los principales problemas que encuentra el hombre
que conserva los libros que leyó o se promete leer un día es el crecimiento de
su biblioteca”.
2. Presuntuoso.
Ambicioso. Sin lugar a dudas, también un libro valeroso y cautivante. En su
escritura, te atrapa desde la primera línea: “El anarchivismo es la pesadilla
del orden actual”. Incluso diría que desde el título, pues el término que lo
articula, busca instalar este libro como una referencia insoslayable para quien
se interese por la cuestión del archivo y sobre todo por su deconstrucción. Lo
logrará. El trabajo meticuloso que lo sostiene aventura su ineludible
inscripción en el medio crítico contemporáneo.
3. Tengo
noticias de Anarchivismo. Tecnologías
políticas del archivo desde que era un proyecto, luego una tesis y después
un manuscrito. Ahora es un libro con su respectivo ISBN; porta su cédula de
libro. Transformada esta en código de barras, facilita el registro de país,
editorial, formato, materia, lengua, etc. Antes de circular, este libro sobre
los archivos y la anarchivación ya ha sido archivado. Ineluctable devenir:
codificación, recodificación, descodificación, codificación, recodificación,
descodificación, codificación, recodificación, descodificación, codificación,
recodificación, descodificación, codificación, recodificación…
4. Perec
nuevamente:
“En el
mobiliario contemporáneo, la biblioteca es un rincón: el ‘rincón-biblioteca’.
Es a menudo un módulo perteneciente a un conjunto ‘sala de estar’, del cual
también forman parte:
El bar con
tapa
el escritorio
con tapa
el platero de
dos puertas
el mueble del
estéreo
el mueble del
televisor
el mueble del
proyector de diapositivas
la vitrina
etcétera”.
5. Siete
capítulos constituyen Anarchivismo,
pero solo dos firmas claves lo atraviesan: Michel Foucault y Jacques Derrida.
En realidad, son 3. A veces IV. Gilles Deleuze, solo o con Felix Guattari.
Entonces: Deleuze&Guattari. Un enfoque guattaro-deleuziano lo recorre de un
lado a otro, o de un otro a un lado; de lado a lado. El archivo es una máquina
social, escribe Tello:“la conexión variable de cuerpos y tecnologías, que
instituyen una forma de organización maquínica de la producción social”. El
anarchivismo es, así, desterritorialización, descodificación. Foucault y
Derrida, lo sabemos, soy hoy quienes, sin habérselo propuesto, dominan el mentado
giro archivístico, giro que cualquier lector de este libro aprenderá a tomar
con cuidado, a no arrebatarse mucho con su boom, con su turn, porque la tarea política que se propone es alteración de “los
principios de legitimidad resguardados y dispuestos socialmente por
clasificaciones institucionales y mediante tecnologías de registro cotidianas
de los cuerpos, sus rutinas y sus afectos”. En otras palabras, lo que se
propone es la alteración radical del archivo, de sus órdenes y de sus
clasificaciones. Apuesta, como Perec, por otros modos de pensar, de clasificar.
Que lo haga mediante la forma de un libro es algo en lo que habría que
detenerse, “Had we but world enough and time”, como señaló Andrew Marvell.
6. Capitán
Nemo, citado por Perec: “«… el mundo terminó para mí el día en que mi Nautilus
se sumergió por vez primera bajo las aguas. Ese día compré mis últimos
volúmenes, mis últimos folletos, mis últimos diarios, y desde entonces quiero
creer que la humanidad no ha pensado ni escrito nada más»”.
7. Anarchivismo es la pesadilla del Capitán
Nemo. Muestra que aunque nos desconectemos, el archivo nos asecha. Incluso estando
dormidos.
8. No son
pocas las tesis que este libro pone en juego. Quizá la más relevante es aquella
que insiste en que sin archivo no hay estado. Tampoco capitalismo. De ahí lo importante
que resulta la siguiente afirmación: “lo fundamental para nosotros aquí es que
si la acumulación de cuerpos resulta inseparable del proceso de acumulación de
capital, lo mismo puede afirmarse a propósito de la gestión de los corpus. En otras palabras, las
investigaciones de Foucault permiten suponer que la génesis del capitalismo se
enlaza tanto con la acumulación de cuerpos individuales como con la acumulación
de corpus documentales. Por lo tanto, la máquina social del archivo ocupa un
lugar central y hasta ahora ignorado –o en cualquier caso, poco advertido–
entre los múltiples elementos que conforman las condiciones de posibilidad de
la aparición y evolución del capitalismo.” Todo un corpus, que contiene los datos de cada individuo, se levanta para
disciplinar su cuerpo. “De ahí”, dice Tello, “que, en realidad,
podríamos afirmar que la premisa foucaultiana apunta a que no hay relación de
poder que no penetre simultáneamente cuerpos
individuales y corpus documentales”.
Desde aquí se puede hacer una relectura del trabajo con el pasado, poniendo en
relación, por ejemplo, literatura y ley, como ha hecho de manera brillante
Julio Ramos en algunos de los ensayos reunidos en Las paradojas de la letra, libro que desde ya podemos considerar
como anarchivista.
9. Otra tesis,
cercana y distante a la vez de la anterior, aunque enunciada previamente,
afirma la inextricable relación entre arkhé
y nomos, entre archivo y apropiación,
distribución y producción del espacio. Un principio y un mandado guían la
política, la supervivencia del archivo. De ahí se sigue que el “archivo es el a priori histórico. Y esto,
precisamente, porque es en el archivo donde se busca dar coherencia a la
historia, erradicando de él cualquier exabrupto o interregno que altere la
narrativa propuesta en el orden de sus ficheros, en su propia organización de
documentos, objetos e inscripciones. Y por ello, pese a todas las metamorfosis
y discontinuidades maquínicas, el archivo tiende una y otra vez a establecer un
doble principio, desde donde deriva el ordenamiento de los registros que
resguarda”. Una violencia, por tanto, acompaña la formación y conservación del
archivo, con-fundiendo historia y mito. Esto, unido a lo señalado en el punto anterior,
le permite a Tello hablar de una biocolonialidad imperial que sustentó la
primera forma moderna del archivo, “recolectando los datos [los corpus] de la
fisonomía del cuerpo poblacional que se buscaba organizar, regular y gestionar
de acuerdo a fines predeterminados”.
8. “Cuartos
donde se pueden guardar libros
en el
vestíbulo
en la sala de
estar
en el o los
dormitorios
en las
letrinas
en la cocina
solemos guardar un solo género de obras, las que justamente denominamos ‘libros
de cocina’.”
7. Otro tanto
se puede decir de la lectura propuesta de la relación incomposible entre
formaciones sociales nómadas y máquinas estatales. Cuando estas registran a
aquellas siguiendo su principio y su mandato, la máquina nómada es
axiomatizada. “A la inversa, si los registros del archivo son apropiados por la
máquina primitiva, el doble principio del arkhé
(el origen y el mandato) tiende a arruinarse.” Esta tesis nos adelanta por
donde comienza a jugarse la doble apuesta de este libro, que enfatiza que la
máquina de guerra nómade encarna un movimiento anarchivista. Y como ya se habrá
reparado en la relevancia del archivo para el capital y para el estado, la
afirmación “la destrucción del archivo altera de un modo u otro la estructura
de la sociedad” nos lleva a ver que el acontecimiento de la democracia
por-venir se juega en “la apropiación de tecnologías suplementarias, es decir: de
[en] una lucha política por los soportes.
Toda política capaz de efraccionar el archivo emerge con una disputa en torno a los soportes de este último, es decir, en
una lucha que involucra las condiciones de apropiación de las tecnologías de
registro”.
6. También se
discute con Boris Groys. Creo que se habría podido prescindir de sus
generalizaciones. Más apropiado habría sido gastar un poco más de tinta en
Freud, cuyo trabajo sobre la memoria trasciende lo recortado por Derrida. O en
Kittler. Es importante, como muestra Tello, “su necesario desplazamiento en el
análisis anarqueológico y la reflexión gramatológica: desde las tecnologías de
registro de los textos alfabéticos hacia la tecnologías de archivo de la
información numérica y los datos masivos”. Pero Kittler tiene varios otros
textos que se podrían haber discutido, como aquel donde no habla del Software,
sino del “Hardware, el ser desconocido” o ese otro titulado “Ciencia como Open Source”.
5. “Modo de
ordenar los libros [según Perec]
clasificación
alfabética
clasificación
por continentes o países
clasificación
por colores
clasificación
por encuadernación
clasificación
por fecha de adquisición
clasificación
por fecha de publicación
clasificación
por formato
clasificación
por géneros
clasificación
por grandes periodos literarios
clasificación
por idiomas
clasificación
por prioridad de lectura
clasificación
por serie
Ninguna de estas
clasificaciones es satisfactoria en sí misma. En la práctica, toda biblioteca
se ordena a partir de una combinación de estos modos de clasificación: su
equilibrio, su resistencia al cambio, su caída en desuso, su permanencia, dan a
toda biblioteca una personalidad única”.
4. Podríamos
referirnos también a la lectura que Anarchivismo
propone de Derrida, pero eso imaginé que lo haría nuestra compañera de mesa,
Valeria Campos. En cambio, quisiera indicar que este libro permitiría leer, por
ejemplo, de otra manera La ciudad letrada,
de Ángel Rama, quizá el libro más importante de la crítica latinoamericanista
de los últimos 40 años, posibilitándonos una mayor reflexión sobre la
diferencia entre registro y archivo en América Latina. En este libro de Rama no
se repara en aquello que Maurizio Ferraris denomina “documentalidad”, término que
evitaría pensar todo discurso intelectual como perteneciente a la ciudad
letrada, y quizá diferenciar debidamente letrado de literato. Lo que quiero
decir es que Anarchivismo permite
repensar las ideas tradicionales que se tienen de registro, archivo, escritura,
técnica e incluso estado y capital. Ya mencioné cómo el trabajo de Julio Ramos
adquiere ahora una mayor potencia, si lo vinculamos a las propuestas de este
libro. No es menor la tarea que Anarchivismo
se ha propuesto. No es menor la tarea que con él podríamos realizar.
3. Lo
anterior, y el libro en su conjunto, es lo que me lleva a leer Estambul. Ciudad y recuerdos, de Orhan
Pamuk, como un libro anarchivista. Tejido
a partir de su memoria –y la memoria es siempre anarchivista, al decir de Tello–,
y de material de archivo, el Estambul de Estambul
es la alteración de las enciclopedias o guías de la ciudad. Su índice, que no
cito para generar expectativa, así nos lo demuestra. Y lo hace aún más, aunque
esto sí debo citarlo, el capítulo titulado “La colección de sucesos y
curiosidades de Reşat Ekrem Koçu: la Enciclopedia
de Estambul”. Expulsado de la universidad en la que trabajaba en 1933,
acometió un trabajo que muy pronto supo que jamás terminaría. No por ello
renunció. Al contrario, radicalizó su forma. Homosexual en un mundo no solo
conservador, sino dictatorial, usó la escritura como estrategia de impugnación.
Gracias a ella, su enciclopedia inscribía “sus inhabituales pasiones, gustos y
obsesiones sexuales”, como no lo hacía ninguno de sus contemporáneos, lo que
nos recuerda que el archivo tiene sexo. No solo este archivo configurado por
Koçu, sino todo archivo. El archivo es patriarcal. Habría que insistir en ello.
Para Pamuk, la Enciclopedia de Estambul
se asemeja más a un gabinete de curiosidades, pero se diferencia de los
conocidos, cuya clasificación, recuerda Tello, “dependía de categorías
generales del conocimiento”, mientras que el libro de Koçu “exponía claramente
la extrañeza, la confusión, la anarquía y la anormalidad de un Estambul
atrapado entre la modernidad y la civilización otomana y que se resiste a
cualquier clasificación o disciplina”. En otras palabras, es pura singularidad.
Y a ello habría que agregar la propia liminalidad de Koçu, que hace inevitable
el “fracaso del esfuerzo por comprender la complejidad de Estambul siguiendo
los modos ‘científicos’ de clasificación y exposición occidentales”, escribe
Pamuk, lo que releva, como bien hace Tello, la relación entre archivo y
colonialidad, aunque habría que radicalizar aún más esta nefasta conexión,
destacando, a la vez, formas de
archivación heterogéneas al principio y al mandado. Líneas: una breve historia, de Tim Ingold, va en esa dirección.
También lo que viene haciendo Eduardo Viveiros de Castro, con quien Anarchivismo debe formar una máquina.
2. Pero uno de
los momentos que más me interesan de Anarchivismo
es aquel donde el archivo y las tecnologías de registro se ensamblan a la
producción de subjetividad, porque aquí emerge como problema la ética y el arte
de vivir de otra manera. La micropolítica también ha de ser anarchivista. “Los
ensamblajes tecnológicos del cuerpo [como la escritura de los hypomnemata] posibilitan entonces un
conjunto de prácticas experimentales, que en lugar de reproducir los códigos
morales o los regímenes sensoriales del archivo, apuntan hacia prácticas de
transformaciones éticas de uno mismo y de nuestras relaciones con los otros”,
escribe Tello a partir de las investigaciones que Foucault emprendió en sus
últimos años. Creo que este punto es clave y lo es porque, en parte, también me
lleva a distanciarme un poquito de Anarchivismo,
que descarta (no queda claro por qué) la necesidad de que los intelectuales
asuman su condición de trabajadores. Porque si no lo hacen, es difícil que se
produzca la socialización de los medios de producción que a ellos involucra,
manteniendo así una innecesaria distancia con el trabajo. Diría, precisamente
porque la figura del prosumidor desplaza dramáticamente la del escritor
operante que, vía Tretiakow, Benjamin promovió, que hoy la relación con la
tecnología es fundamentalmente (no exclusivamente) de abastecimiento, no de
transformación. Ahora todo el mundo puede intervenir en los medios, pero no
para alterarlos, sino para obedecerlos. Y si se los interviene, es para
“mejorarlos” en la función que ya tienen: dominar. Creo, y esto es algo que ya
hemos conversado y que debemos seguir conversando, que también es tiempo de
desconfiar de la euforia benjaminiana, que vio en la reproducción técnica una
salida a la dominación. El siglo XX ha demostrado lo contrario. Si Bernard
Stiegler tiene razón, hemos llegado a un punto en el que la técnica se opone a
la cultura, por lo que la apropiación de los soportes debe consistir en algo
más que poder programar parillas. Como dice un amigo, la tecnología satisface
necesidades que antes no teníamos, por lo que el éxodo también debe tenerse
como posibilidad. Pero no el éxodo de la tecnología en general, sino de
aquellos dispositivos que no han hecho más que apropiarse de nuestra capacidad
imaginativa. Hay tecnologías que se oponen entre sí. Por eso sigo optando por
el libro como medio de transformación. La ficción es, lo reconozco gracias a
este libro, anarchivista por definición, pero no tiene garantías. Desde la
televisión, los aparatos se nos han vuelto incognoscibles e inapropiables. La
radio fue factible de producirse en casa, siendo quizá la última tecnología
producida por un solo ser, siguiendo manuales que se compraban en los kioscos
(palabra que viene del turco köşk,
que a su vez viene del persa košk,
que recuerda, creo, al turco Koçu y su heterodoxa enciclopedia). Con el
Smartphone, es el ser el que es producido por el aparato. El libro, por el
contrario… es pura tecnología
emancipatoria. De ahí el milenario intento, de Platón a Mark Zuckerberg, por
reducir y negar su potencia.
1. “En lo que
a mí concierne”, dice Perec y me hago eco de sus palabras, “casi las tres
cuartas partes de mis libros jamás estuvieron realmente clasificados. Los que
no están ordenados de un modo definitivamente provisorio lo están de un modo
provisoriamente definitivo como en el OuLiPo. Entre tanto, los traslado de un
cuarto al otro, de un anaquel al otro, de una pila a la otra, y a veces paso
tres horas buscando un libro, sin encontrarlo pero con la ocasional
satisfacción de descubrir otros seis o siete que resultan igualmente útiles”. Como
vemos, la literatura no tiene principio ni mandato. Es pura an-arquía. Gracias a Anarchivismo, he podido “descubrirlo”.
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