Bienvenida
acreditación: a propósito de la universidad, la calidad y su simulacro
Comenzaremos estas líneas
con una panorámica publicitaria, tomada de las páginas oficiales de algunas
universidades chilenas: Andrés Bello: “una universidad que ofrece, a quienes
aspiran a progresar, una experiencia educacional integradora y de excelencia”;
Católica: “una institución que integrará la excelencia académica y una
formación inspirada en la doctrina cristiana”; de Chile: “una institución de
educación superior de carácter nacional y pública, que asume con compromiso y
vocación de excelencia la formación de personas”; Adolfo Ibáñez: “somos el
único partner del CFA Institute
Chile... que establece los más altos estándares éticos, educacionales y de
excelencia profesional”; Diego Portales: “Consciente de los grandes desafíos en
el ámbito de la educación y la excelencia”; San Sebastián: “Entré a estudiar a
la Universidad San Sebastián porque es conocida, con académicos de excelencia”;
Desarrollo: “no sólo está preocupada por formar profesionales de excelencia,
sino también por el desarrollo integral de sus estudiantes” (mención aparte es
su referencia a “Cifras de excelencia”); de Concepción: “Con este proyecto
[casino] la Universidad potencia su capacidad competitiva al combinar la
excelencia de su educación con el importante apoyo a la excelencia en los
servicios entregados a los estudiantes”.
Excelencia,
esa es la palabra mágica o la consigna, como señaló hace un tiempo el crítico
Bill Readings, que también emplean las universidades en Chile, con el fin de referir
la “calidad” de lo que ofrecen, una calidad que va desde la docencia y la
investigación, a los casinos, estacionamientos y cifras, pues la excelencia, como
la calidad, constituyen hoy el centro de la gravitación universitaria, la
estrategia discursiva mediante la cual se busca conquistar el deseo de quienes pretenden
ingresar a la universidad… después de todo, ¿quién podría estar contra la
excelencia o la calidad, qué universidad que se precie de tal se restaría a
entregarlas? Si hasta las universidades
Pedro de Valdivia y del Mar afirmaron tener un “firme compromiso con la
excelencia” y “el mejoramiento continuo”, mientras la Comisión Nacional de
Acreditación se presenta como un organismo “reconocido nacional e
internacionalmente por la excelencia y transparencia del servicio que presta a
la sociedad”. Vaya servicio…
No
es difícil percibir que excelencia y calidad son términos que las universidades
manejan arbitrariamente y para referir cosas muy distintas, sin embargo, pueden
ser homogenizadas en una misma y comprensible lengua (neoliberal), sin tener la
necesidad de definir la cualidad o las características que hacen excelente o de
calidad a una carrera, a sus docentes o al casino donde comen sus estudiantes. Es
más, si revisamos sus páginas webs, ni los institutos, ni las universidades, ni
la CNA, ni las agencias acreditadoras se arriesgan siquiera con una mínima
definición, como tampoco lo hace, por cierto, la Ley 20.129, aquella que le
permitió a Ricardo Lagos establecer un Sistema Nacional de Aseguramiento de la
Calidad de la Educación Superior, dado que ningún artículo indica cómo se
entenderá aquello que precisamente se pretende asegurar. Mención aparte debe
hacerse al hecho de que se pretenda acreditar universidades y programas que,
como indica la mencionada ley, cumplan “al menos” (artículo 16) o como “mínimo”
(artículo 28) con determinados requisitos. Siguiendo con estas sintomáticas
obliteraciones, María José Lamaitre, la persona que instaló en Chile el actual
sistema de acreditación, tampoco se presta para dar una definición, pues en
este punto parece que todo el mundo se ha puesto de acuerdo. En un texto sobre
redes de agencias aseguradoras, Lamaitre (2004) rechaza (acertadamente, por
cierto) un intento intuitivo, que dice: “no me pidan que explique lo que es
calidad, mas puedo asegurarles que la reconozco cuando la veo”. Pero frente a
la necesidad real de indicar qué es la calidad, nuestra “experta” nos señala
que la respuesta se encuentra en los mecanismos de su aseguramiento, cuestión
que le permite librarse de reconocer que tampoco sabe cómo diablos definir
calidad, pues una cosa es velar por mantenerla y otra es saber concretamente
qué es lo que se debe mantener o asegurar.
Tal
evasión es posible porque tanto excelencia como calidad son conceptos vacíos,
sin referencia externa, sin contenidos, pero que se han venido presentando como
si fueran el resultado de un proceso riguroso y objetivo de certificación. Y a ello
no se responde con la perfección de la hoy desprestigiada Comisión Nacional de
Acreditación, ni siquiera con el fin del lucro. Eso lo saben muy bien los
lingüistas del management, que la
entienden como “una característica intrínseca que acompaña al modo de gestionar
la elaboración de un producto o a la prestación de un servicio por parte de una
organización”. Para el mundo empresarial, que opera con menos eufemismos que el
educacional, la calidad no se encuentra en la cosa en sí, sino en su
administración, en el proceso de su gestión, cuya meta es alcanzar la
satisfacción del cliente, perdón, del estudiante. En cuanto al “aseguramiento
de calidad”, un experto señala lo siguiente: “Desde la década de los ochenta
hasta la actualidad, los trabajos desarrollados por autores como Deming, Juran
o Ishikawa [los tres principales expertos en calidad] han posibilitado la
creación de la nueva cultura empresarial. La aparición del concepto
‘aseguramiento de calidad’ pretende dar confianza a los clientes respecto al
producto final y a la manera en que éste ha sido elaborado” (Álvarez, Introducción a la calidad 4).
En otras palabras, el aseguramiento de la
calidad es el aseguramiento de la soberanía del consumidor, dado que la
finalidad de la acreditación no es otra que velar por el cumplimiento de la
satisfacción del cliente, y develar los engaños que puedan impedirla. El
aseguramiento, por tanto, es un rodeo que se da para no referir directamente la
palabra control y seguir actuando como si
la educación fuera algo distinto a un producto de consumo; desde que la
educación fue transformada, gracias a la estrategia del capital humano, en una
inversión por la Ley General de Universidades de 1981, es literalmente un
producto. Que hoy los expertos hablen de stock de capital humano así nos lo
indica, pues no somos más que un número promediable, al igual que el stock de
computadoras o de iPad que produce Mac. De ahí que para la CNA “La acreditación
de carreras y programas certifica la calidad en función de sus propósitos declarados [de la institución o
programa] y de los criterios establecidos por las respectivas comunidades
académicas y profesionales”. Resalto en
función de, pues ello nos permite comprender que el aseguramiento de la
calidad se encarga finalmente de afirmar (o negar) que lo que se le ofreció al
estudiante-cliente se cumpla. De ello da cuenta el artículo 15 de la ley 20.129,
cuando en un lenguaje toyotista, afirma que “los procesos de acreditación
Institucional… tendrán por objeto evaluar el cumplimiento de su proyecto institucional
y verificar la existencia de mecanismos eficaces de autorregulación y de
aseguramiento de la calidad al interior de las instituciones de educación
superior, y propender al fortalecimiento de su capacidad de autorregulación y
al mejoramiento continuo de su calidad”. Esto es lo mismo que hacen las
empresas postfordistas, sin ninguna, pero ninguna diferencia, de manera que
asustarse o enojarse porque Sebastián Piñera –que hizo su tesis doctoral en
Capital Humano– señale que la educación es un bien de consumo, o porque Matko
Koljatic, el nuevo presidente de la CNA, confirme que “las universidades sí son
empresas”, es no percatarse que la universidad dejó de tener un fin social, es
más, es no percibir el fin mismo de lo social; es, a fin de cuentas, no
comprender la profundidad de la crisis universitaria y reemplazar una necesaria
crítica efectiva, materialista, por una incomodidad moral.
En
su Introducción a la calidad, Ignacio
Álvarez señala que la “Calidad representa un proceso de mejora continua, en el
cual todas las áreas de la empresa buscan satisfacer las necesidades del
cliente o anticiparse a ellas, participando activamente en el desarrollo de
productos o en la prestación de servicios”. Para poder responder a la calidad
que aquí se persigue, la valoración es un requisito fundamental, y es ella la
que ha producido la actual fiebre evaluativa que invade a las universidades, donde
los estudiantes-clientes también deben ser parte del mejoramiento del producto
(i.e. educación) que están comprando o en el que, en sentido estricto, están invirtiendo.
En vista de lo anterior, no nos queda sino reconocer una
obviedad, que las universidades del Mar y Pedro de Valdivia son los chivos
expiatorios de un sistema que ha hecho de los estudiantes meros inversores, y
esto desde la dictadura en adelante y para TODAS las universidades, sin
excepción, dado que el problema de fondo no es solo la corrupción o el lucro,
pues aunque estas infracciones no hubiesen acontecido, la universidad, tal como
la conocieron nuestros abuelos, está completamente arruinada, si es que no ha
desaparecido ya del todo, porque hoy la educación no está al servicio del
saber, ni de lo social, sino del mercado y de la economía general, y por ahora
también de los bancos, pero incluso si estos son retirados del ámbito educativo
(o si se acaba con el lucro), ello no será óbice para continuar con la
perfección de un modelo que decimos rechazar, porque no se trata de un modelo
que nos es externo, no es algo que podamos criticar con distancia ni acabar con
marchas; el modelo lo tenemos incorporado, pues la potencia y la peligrosidad
del neoliberalismo no radica solo en la generación de un seductor mercado, sino
en la producción de una subjetividad acorde: la del emprendimiento, la venta de
nosotros mismos. La contienda universitaria es más feroz de lo que pensamos.
Prueba
de ello es que las universidades se han convertido en verdaderas empresas
reproductoras de capital humano (subjetividades emprendedoras), y el saber que
transmiten se ha reducido a la venta de las competencias necesarias para
enfrentar los vaivenes del mercado. La universidad se ha descualificado
radicalmente, y se ha volcado de lleno a la producción de capital en desmedro
del pensamiento. De ahí también la necesidad de reducir las carreras y
flexibilizar las mallas, pues el conocimiento ya no es lo central de la
enseñanza. Dos ejemplos: 1) el Crédito con Aval de Estado tuvo siempre por meta
aumentar la capacidad de pago de los sectores más pobres, eufemismo que encubre
el hecho de que el desarrollo del capital requiere más consumidores que
ciudadanos. Y para ello los bancos necesitan carreras más cortas y alumnos que
se titulen pronto, como mostró espléndidamente una conocida investigación de
CIPER sobre el CAE; 2) actualmente existen 10 agencias acreditadoras, entre las
que se cuentan Acredita CI, del Colegio de Ingenieros (que también “se
caracteriza por la excelencia”, según su página web); Akredita, de los ex
rectores Luis Riveros (U. de Chile) y Manfred Max-Neef (U. Austral); Qualitas,
de la Universidad Católica y el DUOC; AADSA, del Colegio de Arquitectos; Apice,
vinculada al Colegio Médico; Agencia Acreditadora de Chile, dirigida por Álvaro
Vial, ex rector de la U. Fines Terrae. Como vemos, el negocio de la acreditación sale de las
mismas universidades (públicas y privadas) y se estructura en un círculo
cerrado, cuestión que debiera preocupar tanto o más que el lucro, pues este
podrá sancionarse, limitarse o anularse, pero la universidad de la calidad
continuará produciendo consumidores y no estudiantes, haciendo de la deuda y el
crédito literalmente una pedagogía.
Agrego
otro punto para dramatizar todavía más la situación: al igual que la mayoría de
las universidades privadas (a cuya saga van las universidades públicas), estas
agencias cuentan con un exiguo personal de planta, el estrictamente necesario
para operar, pues los pares evaluadores, que son quienes realizan en terreno
las correspondientes evaluaciones, son contratados a honorarios, lo que permite
aumentar, así sea por un mes, sus ingresos. Pero para que continúen siendo
llamados o contratados, deben hacer evaluaciones positivas, dado que las
agencias no se arriesgan con aquellos evaluadores “problemáticos”. Así lo
declaró anónimamente un evaluador a El
Mercurio, este domingo 02 de diciembre (recordemos que las instituciones
evaluadas pueden vetar a un par que no les satisfaga). A ello habría que
agregar que en el pequeño mundo académico nacional, gran parte de los pares
conocen en diverso grado a los colegas que están evaluando, para bien y para
mal (lo mismo se da en casos como FONDECYT, por ejemplo, pero ese es otro
cuento), cuestión, por cierto, que no va en mejora de la calidad.
Lo insólito de este vicioso sistema evaluativo es que
también se da en el sistema de educación superior (CFT, institutos y
universidades), dado que, para mantener sus cursos, es necesario que los
profesores a honorarios sean bien evaluados, por lo que tiende a producirse un
extraño fenómeno: las evaluaciones del profesor se corresponden con las de sus
estudiantes. Por supuesto que estoy exagerando, pero no demasiado: las
universidades privadas promedian más de un 80% de profesores taxi, y algunas
del retail, como La República, tienen casi un 95% de su planta docente
flexibilizada. En cuanto a las universidades pertenecientes al Consejo de
Rectores, estas promediaron para el 2011 una cifra bastante alta, un 46% de
profesores hora, aunque esta aumenta al 53% cuando consideramos no solo la
docencia, sino también las especialidades médicas u odontológicas, así como los
trabajos profesionales y técnicos. La situación es preocupante, porque se trata
de una forma laboral que aumenta, y no de manera lenta (pues la recomienda la
OCDE). Es más, en universidades del Cruch encontramos algunas que tienen más de
un 60% de profesores hora, como la USACH, cifra, por cierto, similar a los
contratos de planta de la Universidad Central, aquí la mejor posicionada de las
privadas. Y si consideramos a los institutos profesionales y centros de
formación técnica, los resultados son todavía más preocupantes, aunque
representan un porcentaje bastante menor del universo docente, dado que es la
universidad la que concentra el 71% del trabajo académico total. Pero en
conjunto, alrededor del 70% de los
profesores de la educación superior en Chile son docentes que realizan un
trabajo flexibilizado, precario y que posiblemente, en un porcentaje no
menor, se trate además de un trabajo informal, dado que carecen de protección
social. A ello habría que agregar que estos porcentajes ocultan las condiciones
materiales sobre las que se desarrolla el trabajo docente. En primer lugar, no
dan cuenta del llamado profesor full-time, aquel o aquella que realiza tantos
cursos como le sea posible, y por lo general en distintas universidades, con
tal de “armar” el equivalente a un salario de jornada completa, ya sea por
cuatro, cinco o seis meses, pues el pago depende de la forma en que las
universidades determinen la duración de un semestre o de su semestre. Y su CV
participa obviamente de todas las acreditaciones a las que se sometan sus
distintos lugares de trabajo. No obstante este escenario, que no es para nada
nuevo, sería un equívoco culpar únicamente a las universidades y sus unidades,
pues se trata de un modelo de gestión o de gubernamentalidad, que ha liquidado
lo social, subsumiéndolo en un mercado totalizante del cual todos
diferencialmente participamos, querámoslo o no.
La pregunta que surge entonces es cómo hablar de calidad,
cuando la consideración de la docencia ha llegado a estos niveles, cuando un
profesor no tiene tiempo para preparar sus cursos, cuando no tiene salud,
cuando atraviesa la ciudad de una clase a otra, de una universidad a otra, y
entra obligadamente en el juego febril de las evaluaciones. La docencia es el terreno más delicado de la
tan manoseada calidad, pero las actuales condiciones universitarias, que han
hecho suya la gestión propia del New
Public Management, no permiten cambios cualitativos efectivos y terminan
acentuando precisamente aquello que se combate: la descualificación, la
mediocridad. La acreditación, por ejemplo, tiene como uno de sus principales
indicadores el número de titulaciones y egresos, por lo que una universidad o
un programa que tenga un alto porcentaje de reprobaciones o de largos tiempos
de tesis (como ocurre, sobre todo, a nivel de postgrado), no será bien
evaluada, ni podrá, consiguientemente, recibir estudiantes becados o con créditos
avalados estatalmente, traspasando así la responsabilidad de los estudiantes a
los docentes y directivos. Para qué hablar del tiempo que se debe gastar en la
acreditación, realizándose actividades completamente alejadas del conocimiento
y su circulación.
De manera que la fiebre de la evaluación, de una
evaluación propia de empresas como Toyota o Xerox, es una de las peores estrategias
para una universidad que todavía se preocupa o dice preocuparse por el saber,
la crítica, la libertad, la apertura a lo desconocido, etc., aún más cuando se
la aplica de manera acrítica, y se cuenta con autoridades que dicen poco o nada
sobre ella y se someten además voluntariamente a su dominio, buscando cínicamente
el logo que podrán lucir en la próxima captura de estudiantes.
Frente
a la actual crisis de la CNA, el ministro Harald Beyer señaló que lo principal
es “restablecer, a partir de este momento, la fe pública en el proceso de
acreditación”, mientras el nuevo director, Matko Koljatic dijo ser “un firme
creyente en la idea del aseguramiento de la calidad en las actividades universitarias
y educacionales”. Pero no solo desde el gobierno se acata lo que podemos llamar
la tiranía de la calidad; Juan Manuel Zolezzi, rector de la USACH y
vicepresidente del Cruch, señaló hace poco a La tercera, que “lo más urgente es nombrar al presidente de la CNA
y que se haga cargo de ordenar y seguir funcionando, porque hay programas a los
que se les va venciendo la acreditación e instituciones que necesitan
acreditarse”. Al parecer, los más conveniente es seguir la corriente…
Como
conclusión, tomo una idea de miguel urrutia, para señalar que el actual sistema
de educación superior es un completo simulacro, donde los profesores hacen como
que enseñan y los estudiantes hacen como que aprenden, pero nadie enseña y
nadie aprende. Tal simulacro es el que se viene acreditando y se seguirá acreditando,
pues el empleo sin ningún reparo alguno de términos como calidad, excelencia,
capital humano, emprendimiento e incluso equidad, pues hacia ella apuntaba la
ley 20.129, profundizan la instalación de una universidad que ya no responde al
desarrollo humano, sino única y exclusivamente al mercado. Ello indica que el
problema no es solo el lucro ni la corrupción (éstos serían más bien vicios), sino
la instauración de un modelo que dista de estar en ruinas, dado que lo
continuamos alimentando sin darnos cuenta. Es un modelo de “gestión
universitaria” que sin asco hemos venido tolerando y del cual nadie se salva,
ni estudiantes, ni rectores, ni académicos, todos víctimas y cómplices, como
señaló hace poco Nibaldo Mosciatti. Así que, insisto nuevamente, quién puede
negarse a la calidad... una crítica efectiva debe partir por rechazar las
actuales formas de gestión y su gramática, no solo el lucro y la corrupción.
Pero como dijo el Rector de la Universidad del Desarrollo hace unos días a El Mercurio, “Yo haría un llamado a la
responsabilidad, porque aquí puede salir dañado el sistema”.
Santiago, diciembre 05 de 2012
Referencias
- Álvarez, Ignacio. Introducción a la calidad. Vigo: Ideaspropias Editorial, 2006.
- Lemaitre, María José. “Redes de Agencias de Aseguramiento de la calidad de la educación superior a nivel internacional”. Revista Iberoamericana de Educación 45 (2004): 73-87.
- raúl rodríguez freire. “Notas sobre la inteligencia precaria (o sobre aquello que los neoliberales llaman capital humano)”. Andrés Maximiliano Tello y raúl rodríguez freire, eds. Descampado. Ensayos sobre las contiendas universitarias. Santiago: Editorial Sangría, 2012. 99-153.